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MERCADOS LOCALES O MERCADOS GLOBALES

EL DILEMA DE LA ECONOMIA ALIMENTARIA CAMPESINA

La mayoría de nosotros aún recordamos el mercado de pueblo. Esa fiesta semanal a la que se daban cita campesinas y campesinos cargados con los productos de sus parcelas pero en la que no solamente ocurrían intercambios comerciales sino que también se daban las celebraciones religiosas; las visitas a los médicos y curanderos; las jugarretas de billar y tejo y, para qué negarlo, hasta las borracheras y una que otra pelea con arma blanca. El mercado de pueblo era, sin lugar a dudas, el epicentro de la economía campesina y una de las más puras expresiones de una forma de vida cada día más escasa en nuestro país.
Esta expresión tradicional de nuestro pueblo estaba soportada en lo que se llaman sistemas agroalimentarios localizados. Los técnicos dan el nombre de sistema agroalimentario a aquel conjunto de elementos que se asocian y encadenan en el proceso de producción, comercialización y consumo de los alimentos. Incluyen allí desde la producción de insumos agrícolas, como abonos y maquinaria, hasta la venta menuda del alimento en las tiendas, sin excluir todo el proceso de cultivo, cosecha y transporte de los alimentos. Pues bien, a los mercados de pueblo confluía la producción agropecuaria de una microregión, toda ella levantada con insumos locales, semillas y especies nativas y tecnologías autóctonas. Del mismo modo, en dichos mercados se realizaban los intercambios que permitían a las familias campesinas garantizar, con aceptable eficiencia, el acceso a sus alimentos y a sus bienes de consumo. Y, la totalidad de los procesos ocurría en circuitos económicos que no se extendían más allá del área de dos o tres municipios vecinos por lo cual se les da el apelativo de sistemas agroalimentarios localizados.
Los cambios sucedidos en el mundo han sido vertiginosos en los últimos años y, desde el punto de vista de la economía alimentaria, se han caracterizado por el surgimiento de sistemas agroalimentarios de enorme radio de acción. La extensión de la revolución verde y, con ella, la producción a gran escala, en esquemas cada más agroindustrializados, ha generado enormes cantidades de un mismo alimento que, posteriormente, se distribuyen a través de gigantescas cadenas alimentarias. De esta manera, la producción, transformación y consumo de un mismo alimento puede ocurrir no solo en países distintos sino hasta en continentes diferentes. Aparecen entonces los sistemas agroalimentarios globalizados los cuales impactan violentamente la economía campesina y, por supuesto, ponen en crisis a los mercados de pueblo tradicionales.
Para muchos teóricos, el tremendo desarrollo de los Sistemas Agroalimentarios Globalizados es altamente benéfico para la seguridad alimentaria ya que contribuye a hacer más competitivos los mercados de alimentos. Es decir, de acuerdo con esta versión, la globalización produce sistemas agroalimentarios especializados que tienen la virtud de ser más productivos, eficientes y rentables. A su vez, se piensa que estas ventajas disminuyen el costo que representan los alimentos para el consumidor y favorecen su acceso a los mismos. Adicionalmente, consideran que estos sistemas son altamente eficaces a la hora de enfrentar momentos de desabastecimiento ya que los altos volúmenes de alimentos, que maneja cada sistema especializado, pueden ponerse en cualquier lugar a la hora que se necesite. Esto, como consecuencia de la producción a gran escala y del desarrollo de las vías de comercialización entre regiones y países, propio del proceso de globalización.
¿Pero son realmente estos los efectos que los sistemas agroalimentarios globalizados han producido en las familias campesinas?
Debido a que el trabajo tradicional de los campesinos es la producción agropecuaria, desde la óptica de los mercados globales, los campesinos jugarían ante todo el papel de productores de alimentos. El problema es que los mercados globales son como las ligas mayores de productores y, por lo tanto, para meterse en semejantes macronegocios es necesario producir altísimos volúmenes, de lo que sea, para ponerlos a circular en las poderosas autopistas comerciales de la globalización. Para alcanzar este propósito se requiere la movilización de enormes cantidades de insumos, el compromiso de grandes extensiones de tierra, el recurso a tecnologías inconcebibles para el campesino promedio y, por supuesto, la disposición de capitales financieros que movilicen todo ese aparato productivo. Una dimensión verdaderamente escalofriante para el campesinado.
Y es que, definitivamente, los sistemas agroalimentarios globalizados no están diseñados para la economía campesina. De hecho, según estimativos de los economistas del Programa de Desarrollo y Paz del Magdalena Medio, durante el año 2005, apenas el 2% de los créditos destinados al agro, por parte de la banca pública colombiana, llegaron a los campesinos. El 98% fueron entregados a grandes agroindustriales quienes, por supuesto, demostraron su solvencia financiera y su respaldo al crédito que solicitaban.
No obstante, durante los últimos años, muchos campesinos han podido “enchufar” sus productos a medianos y grandes sistemas agroalimentarios mediante la alianza con comerciantes y empresas agropecuarias de mayor radio de acción. De ese modo, han empezado a formar parte de las cadenas productivas aunque en los eslabones más débiles y de menor rendimiento financiero.
Desgraciadamente, incorporarse a los sistemas agroalimentarios globales puede tener un costo muy alto para la familia campesina. En general, las exigencias de estos sistemas conducen al campesino a que comprometa toda su capacidad en un único producto, es decir, a que convierta su parcela en un monocultivo y a su familia en dependiente, desde el punto de vista alimentario. Los estudios de Obusinga y PDPMM muestran que, en promedio, 8 de cada diez calorías que consumen las familias campesinas las obtienen mediante la compra y tan solo una quinta parte de lo que consumen es producido por la misma familia. La dependencia de la compra es, sin duda, el precio que paga quien se dedica al monocultivo.
Pero el problema no termina allí, generalmente los campesinos toman decisiones productivas en bloque, es decir, todos los campesinos de un municipio tienden a vincularse a la misma cadena productiva. De ese modo, un municipio se caracteriza porque todos sus campesinos producen mora, en un segundo municipio todas las familias son productoras de fríjol y un tercero se enorgullece de ser un gran productor de cacao. En consecuencia, la tendencia del monocultivo se dirige a abarcar ya no solo unas cuantas parcelas sino todo un municipio.
Una vez montado en la tendencia de los grandes sistemas agroalimentarios, con su economía de monocultivo a medio camino, el campesino entra en una especie de limbo productivo. En efecto, a pesar de haber sembrado buena parte de su parcela con un solo cultivo, su capacidad productiva aún es demasiado baja como para montarse en las grandes cadenas alimentarias quienes le exigen cantidades aún mayores del producto. Pero, paradójicamente, su producción ya es demasiado voluminosa como para ser asimilada por el mercado local en el que definitivamente ya excede la demanda. Es así como el campesino decide llevar los alimentos hacia mercados más lejanos, donde le pueden comprar todo su producido, y deja de ofrecerlos en el mercado de su propio pueblo ya que tendría que devolverse a su finca con parte de la carga. Y, como si se tratara de una broma siniestra, es frecuente que los comerciantes que le compraron su producido regresen al pueblo del campesino vendiendo, a precios más elevados, los mismos productos que de allí salieron.
Las consecuencias de este desajuste son aún más severas si el producto al que la familia y la comunidad le han apostado su fuerza productiva es un alimento esencial. Por ejemplo, Puerto Nare y Cimitarra, son dos municipios ganaderos del Magdalena medio que cuentan con una amplia producción lechera. Muchas familias campesinas están vinculadas a dicha producción, venden la leche a grandes empresas de lácteos, que llegan a estos municipios y de allí derivan buena parte de su sustento. Pero el intercambio es tan negativo que, de acuerdo con los recientes estudios realizados, entre el 70% y el 80% de las familias termina con un consumo insuficiente de calcio (nutriente que proviene esencialmente de la leche). La leche, originalmente producida en estos municipios, regresa a ellos pero procesada, escasa, costosa e inaccesible para la mayoría de los pobladores.
Al contemplar esta situación, un observador externo podría suponer que lo mejor sería que el campesino produjera sus propios alimentos y se evitara todo este proceso de intermediación que claramente lo perjudica. Y, efectivamente, muchos así lo han intentado y mantienen la producción de lo que llaman su dieta de pancoger, representada generalmente por el plátano, la yuca y la papa. El problema es que una buena alimentación exige el acceso estable a por lo menos una variedad de 30 alimentos y no solo al exiguo pancoger. Y, ser capaz de producir siquiera 15 alimentos, en los microfundios inferiores a 5 hectáreas que poseen los campesinos, exige no solo una alta fertilidad de la tierra sino también elevados conocimientos agronómicos que permitan el uso adecuado y eficiente de la tierra. La experiencia termina por demostrarle a la mayoría de campesinos que es mucho más racional y sensato comprar los alimentos que intentar producirlos, para el propio consumo, en sus parcelas y microfundios. Es más, el desestímulo a la producción es de tal medida que numerosos campesinos optan por vender sus parcelas ya que no ven a través de ellas ninguna posibilidad de acceder al dinero que necesitan. Es así como de ser el dueño del cultivo el campesino termina convertido en obrero de la plantación.
El balance de la transformación de los sistemas agroalimentarios deja pueblos campesinos que producen uno que otro cultivo, que les dejan poco dinero a sus pobladores, y un mercado local reducido a escasos productos de consumo masivo como, el arroz, la panela, algunos granos y el aceite. En suma, el sometimiento de la economía campesina tradicional a los sistemas agroalimentarios globalizados y de gran escala termina por alterar la disponibilidad de alimentos a nivel local. Dicho de otro modo, los alimentos no se consiguen en los municipios pero ya no como consecuencia de problemas en las cosechas sino como resultado del abandono y postergación de los mercados locales de alimentos.
Todo este panorama lleva progresivamente a la extinción del campesinado como forma de vida. Con bajos ingresos, imposibilitados para conectarse a las nuevas cadenas alimentarias y severamente limitados para la producción de su propia dieta, los campesinos viven, en este momento, en un contexto económico profundamente deprivado y marginalizado que los ha conducido a la dependencia alimentaria y al hambre crónica.
Nuevas preguntas aparecen sobre la problemática alimentaria de nuestras familias campesinas:
¿Hay alguna razón válida para que los mercados locales hayan sido abandonados y marginalizados?
¿Por qué las políticas de desarrollo rural no se han enfocado hacia el fortalecimiento de la economía campesina?
¿Tiene sentido dedicar todos los esfuerzos e inversiones sociales al desarrollo de los sistemas agroalimentarios globales?
¿Acaso dentro de la economía campesina no pueden coexistir los mercados globales con los mercados locales de alimentos?


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